108 Pág.
Texto de contratapa por Carlos Surghi:
Todo libro debe estar en su primera frase porque en ella hay un destello de inteligencia similar al de un relámpago. Condenado y condensado, resuelto y aún dubitativo, apático y voluptuoso cuando no ansioso porque se lo atienda, ese libro al ser tocado por tal deslumbramiento renuncia al futuro. Desde ya que toda frase es promesa a seguir tanto por el autor como por el lector, que nada saben de lo que vendrá, y que, sin embargo, divisan la felicidad de una reiteración en la cual las palabras perdieron su sentido. Bruno Grossi lo sabe y por eso, ni bien lo leemos, nos dice “no sucede a menudo, pero cada tanto el vértigo de una frase o la violencia de una imagen nos arrebata”.
De raptos teóricos, de sobresaltos epistemológicos, de furores ensayísticos está hecho este libro que, en pequeñas interrupciones ‒fotogramas de un montaje en el temblor de la mente‒ sigue el ritmo de quien piensa en el eco de otras voces: por caso, valga la enumeración, el místico Bataille de gritos eróticos, el civilizado Barthes de un cultura susurrante, el oscuro Blanchot de un silencio exterior, el devaluado Rancière de un simple balbuceo, el rechinante Adorno de un abismo abandonado; pero que también, sigue el ritmo de quien piensa ‒a la sombra de la propia autobiografía‒ la inquietud de no entender y, aun así, apelar a los conceptos para intensificar lo que hay de malicioso y oculto en cada experiencia.
Tal vez por eso el ensayista, el cinéfilo, el crítico o el diletante tienen aquí por objeto el pensamiento crítico, la analítica de un juicio en la fascinación de las formas que lo suspenden. He ahí entonces su gravitación, el punto nodal de una mirada perversa sobre el mundo, el discurrir de ideas que valen por la duración de las proposiciones que la sostienen, pero, sobre todo, he ahí un fetiche: hablar de lo que no se puede hablar, discutir alrededor de aquello que ninguna imagen acoge; al fin y al cabo, simple deseo de “volverse cosa”.
Leo entonces a Bruno Grossi no por todo lo que ha leído, sino por su entusiasmo en polemizar hasta el punto en donde, el pensamiento, responde al vértigo de una verdad que quiere ser la nada en la que, los solitarios, encuentran finalmente compañía.
Edita Borde Perdido
$20.000,00
108 Pág.
Texto de contratapa por Carlos Surghi:
Todo libro debe estar en su primera frase porque en ella hay un destello de inteligencia similar al de un relámpago. Condenado y condensado, resuelto y aún dubitativo, apático y voluptuoso cuando no ansioso porque se lo atienda, ese libro al ser tocado por tal deslumbramiento renuncia al futuro. Desde ya que toda frase es promesa a seguir tanto por el autor como por el lector, que nada saben de lo que vendrá, y que, sin embargo, divisan la felicidad de una reiteración en la cual las palabras perdieron su sentido. Bruno Grossi lo sabe y por eso, ni bien lo leemos, nos dice “no sucede a menudo, pero cada tanto el vértigo de una frase o la violencia de una imagen nos arrebata”.
De raptos teóricos, de sobresaltos epistemológicos, de furores ensayísticos está hecho este libro que, en pequeñas interrupciones ‒fotogramas de un montaje en el temblor de la mente‒ sigue el ritmo de quien piensa en el eco de otras voces: por caso, valga la enumeración, el místico Bataille de gritos eróticos, el civilizado Barthes de un cultura susurrante, el oscuro Blanchot de un silencio exterior, el devaluado Rancière de un simple balbuceo, el rechinante Adorno de un abismo abandonado; pero que también, sigue el ritmo de quien piensa ‒a la sombra de la propia autobiografía‒ la inquietud de no entender y, aun así, apelar a los conceptos para intensificar lo que hay de malicioso y oculto en cada experiencia.
Tal vez por eso el ensayista, el cinéfilo, el crítico o el diletante tienen aquí por objeto el pensamiento crítico, la analítica de un juicio en la fascinación de las formas que lo suspenden. He ahí entonces su gravitación, el punto nodal de una mirada perversa sobre el mundo, el discurrir de ideas que valen por la duración de las proposiciones que la sostienen, pero, sobre todo, he ahí un fetiche: hablar de lo que no se puede hablar, discutir alrededor de aquello que ninguna imagen acoge; al fin y al cabo, simple deseo de “volverse cosa”.
Leo entonces a Bruno Grossi no por todo lo que ha leído, sino por su entusiasmo en polemizar hasta el punto en donde, el pensamiento, responde al vértigo de una verdad que quiere ser la nada en la que, los solitarios, encuentran finalmente compañía.
Edita Borde Perdido